Esta semana presencié vía internet una audiencia pública convocada en Colombia para “recoger más propuestas que mejoren” un proyecto de ley que intenta abarcar el mayor espectro posible en temas sobre bienestar animal. Tal quijotada es encabezada por un parlamentario que se presenta como representante animalista.
Fueron más de dos horas en las que se escucharon 34 ponentes de todo pelambre, desde el discurso prejuicioso del vegano abolicionista hasta las quejas técnicas de gremios de la producción pecuaria ante una iniciativa que como se esperaba es parcializada, tendenciosa e injusta con la agroindustria eficiente.
De tantas exposiciones me llamaron la atención las de tres decanos de facultades de veterinaria y zootecnia. Uno de ellos, que cerró el bloque de la academia, de la ciencia, es decir, de quienes más tienen para aportar, fue contundente: “Con esta son 18 audiencias en las que participamos señalando la inconveniencia de muchos artículos que no entienden y prejuzgan las explotaciones de animales de granja. Las observaciones se repiten y repiten en todas las audiencias, pero no se ven reflejadas en el texto del proyecto”.
Era innegable que la indignación de no sentirse escuchados acompañaba esas palabras. Una sensación que sin duda compartimos con buena parte del gremio avícola comercial quienes informamos sobre esta valiosa actividad económica. Es agotador ver cómo avanza un relato emotivo que va contra toda evidencia y que puede afectar aspectos tan relevantes como la seguridad alimentaria en nuestro empobrecido continente.
Al parecer, las razones y los datos duros no importan. ¿Será momento de responder con lo mismo, con emociones? En este punto traigo a colación dos hechos noticiosos que podrían extrapolarse a este combate desigual, ocurridos recientemente en España y Argentina, dos países carcomidos por el “progresismo” que también alimenta el imaginario animalista.
Allí, dos políticos que se atrevieron a plantar cara a esa tendencia “progresista” aparentemente hegemónica, salieron ganadores esgrimiendo la emoción más humana: el miedo a perder la libertad. En Madrid fue Isabel Díaz Ayuso; en Argentina, Javier Milei.
¿Cómo lo hicieron? Demostraron con coherencia vehemente que propuestas “bien intencionadas”, que buscan que papá Estado se meta en todo para imponer una ideología, terminan sacrificando el valor que nos permite expresar nuestra esencia humana, la libertad.
Obligar a que un sistema productivo sea abolido o desestimulado por razones ideológicas (el muy mentado anti-especismo) y no por la lógica de mercado, es atentar por lo menos contra dos libertades: la libertad de empresa y la libertad de consumo.
La primera te deja escoger el modo en que te ganas legalmente el sustento; la segunda tiene que ver con todo lo que adquieres para satisfacer tus necesidades. Proscribir sin razones objetivas lo que ha sido validado por la experiencia equivale a enjaular la libertad. Vale la pena preguntarle al consumidor y a toda la sociedad si están dispuestos a dejar que eso pase.
Tiempos extraños estos, en los que comprar o no un huevo o un pollo, dependiendo de cómo se produjo, puede terminar siendo un acto de rendición o de batalla. ¡Qué viva la libertad, carajo!